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Umbral del Metal

El Cuervo

Una hosca medianoche, cuando en tristes reflexiones
sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones
inclinaba somnoliento la cabeza, de repente a mi puerta oí llamar,
como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta mano tímida a tocar.
«Es -me dije- una visita que llamando está a mi puerta, ¡eso es todo, y nada más!»

¡Ah! bien claro lo recuerdo: era el crudo mes del hielo,
y su espectro cada brasa moribunda enviaba al suelo.
¡Cuán ansioso el nuevo día deseaba, en la lectura
procurando en vano hallar tregua a la honda desventura de la muerta
Leonora, la radiante, la sin par
virgen rara a quien Leonora los querubes llaman
-ahora ya sin nombre... nunca más!

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras
me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras,
de tal modo que el latido de mi pecho palpitante
procurando dominar:
«Es, sin duda, un visitante -repetía con instancia-
que a mi alcoba quiere entrar, un tardío visitante a las puertas de mi estancia...
¡eso es todo, y nada más!»

Poco a poco, fuerza y bríos fue mi espíritu cobrando:
«Caballero -dije- o dama, mil perdones os demando;
mas, el caso es que dormía, y con tanta gentileza
me vinisteis a llamar, y con tal delicadeza
y tan tímida constancia os pusisteis a tocar,
que no oí» -dije, y las puertas abrí al punto de mi estancia:
¡sombras sólo y... nada más!
Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo
empeños, quedé allí -cual antes nadie
los soñé forjando sueños,
mas profundo era el silencio, y la calma no
acusaba ruido alguno... resonar
sólo un nombre se escuchaba que en voz baja
a aquella hora yo me puse a murmurar,
y que el eco repetía como un soplo:
« ¡Leonora! ».
¡Esto apenas, nada más!

La ventana abrí, con rítmico aleteo y garbo extraño,
entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.
Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto, con aspecto señorial,
fue a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta de mi puerta el cabezal,
sobre el busto que de Palas la figura representa
¡fue y posóse, y nada más!


Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria, decorosa gentileza
y le dije: «Aunque la cresta calva llevas, de
seguro no eres cuervo nocturnal,
¡viejo, infausto cuervo oscuro vagabundo en la tiniebla!
Díme ¿cuál tu nombre, cuál, en el reino plutoniano de la noche y de la niebla?»
Dijo el cuervo «¡Nunca más!»
Asombrado quedé oyendo así hablar al avechucho,
si bien su árida respuesta no expresaba poco o mucho,
pues preciso es convengamos en que nunca
hubo criatura que lograse contemplar
ave alguna en la moldura de su puerta
encaramada, ave o bruto reposar
sobre efigie en la cornisa de su puerta,
cincelada,
con tal nombre: «¡Nunca más!»

Mas el cuervo, fijo, inmóvil, en la grave efigie aquella
solo dijo esa palabra, cual si su alma fuese en ella
vinculada; ni una pluma sacudía, ni un acento
se le oía pronunciar...
Dije entonces al momento: «Ya otros antes se
han marchado, y la aurora al despuntar,
él también se irá volando cual mis sueños han
volado.»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»
Por respuesta tan abrupta como justa
sorprendido,
«No hay ya duda alguna -dije- lo que dice
es aprendido,
aprendido de algún amo desdichado a quien la
suerte persiguiera sin cesar, persiguiera hasta la muerte, hasta el punto de,
en su duelo, sus canciones terminar y el clamor de su esperanza con el triste
ritornelo de "¡Jamás, y nunca más!"»

Mas el cuervo provocando mi alma triste
a la sonrisa,
mi sillón rodé hasta el frente de ave y busto y
de cornisa
luego, hundiéndome en la seda, fantasía y
fantasía dime entonces a juntar, por saber qué pretendía aquel pájaro ominoso
de un pasado inmemorial
aquel hosco, torvo, infausto, cuervo lúgubre y /odioso
al graznar « ¡Nunca jamás! »

Quedé yo esto investigando frente al cuervo,
en honda calma,
cuyos ojos encendidos me abrasaban pecho y
alma.
Esto y más -sobre cojines reclinado- con
anhelo me empeñaba en descifrar, en el rojo terciopelo donde imprimía viva
huella luminosa mi fanal,
terciopelo cuya púrpura ¡ay jamás volverá ella
a oprimir ¡ah! ¡nunca más!

Parecióme el aire, entonces, por incógnito
incensario
que un querube columpiase de mi alcoba en el
santuario,
perfumado. «¡Miserable ser! -me dije
Dios te ha oído, y por medio angelical,
tregua, tregua y el olvido del recuerdo de
Leonora te ha venido hoy a brindar:
¡Bebe! ¡Bebe ese nepente, y así todo olvida
ahora! »
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«¡Oh profeta! -dije- o duende, más profeta al
fin, ya seas
ave o diablo, ya te envíe la tormenta, ya te veas
por los vientos barrido a esta playa, desolado
pero intrépido, a este hogar por los males devastado, dime, dime, te lo
imploro:
¿Llegaré jamás a hallar algún bálsamo para el
mal que triste lloro?» Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«¡Oh profeta -dije- o diablo! Por ese ancho,
combo velo
de zafiro que nos cobija, por el sumo Dios del
cielo a quien ambos adoramos,
dile a esta alma dolorida, presa infausta del
pesar
si jamás en otra vida la doncella arrobadora a
mi seno he de estrechar,
¡el alma virgen a quien llaman los arcángeles
Leonora! »
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

«¡Esa voz, oh cuervo, sea la señal de la partida
-grité alzándome-, retorna, vuelve a tu
hórrida guarida,
la plutónica ribera de la noche y de la
bruma!... ¡De tu horrenda falsedad
en memoria, ni una pluma dejes, negra! ¡El
busto deja! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho! ¡De mi umbral tu
forma aleja!»
Dijo el cuervo: «¡Nunca más!»

Y aún el cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la
escultura
sobre el busto que ornamenta de mi puerta la
moldura...
y sus ojos son los ojos de un demonio que,
durmiendo, las visiones ve del mal
y la luz sobre él cayendo, sobre el suelo arroja
trunca su ancha forma funeral
y mi alma de esa sombra que en el suelo
flota... nunca se alzará... ¡nunca jamás!

 De Egdar Allan Poe

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